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Caleidoscopik

1997


 

El proceso de la muerte

Murió una tarde de noviembre, pero no se dio cuenta. Sería por despiste, por neligencia o por falta de un médico diligente que le advirtiera de su condición de cadáver. Los primeros síntomas de que no estaba vivo consistieron en una dificultad para controlar los movimientos de sus intestinos y la tendencia a olvidarse de las cosas. Lo primero trató de
atajarlo yendo a todas partes con un orinalito. Lo segundo no tenía solución. Empezó olvidando los sucesos desagradables de su vida, lo que no fue una gran pérdida. Luego se olvidó de los parientes con los que vivía, lo que tampoco fue algo que le apenase. Finalmente empezó a perder las palabras, hasta que no pudo recordar más que algunas como «mamá», «casa» o «perro» que las había aprendido hacía tanto tiempo que se le habían quedado aferradas a las neuronas. El día que para pedir que le trajeran un pijama limpio dijo: «Agua casa ven», supo que había tocado fondo y no volvió a abrir la boca. Sentado en su mecedora, silencioso, absorto, sin darse cuenta ya de que llevaba tres años sin respirar, fue convirtiéndose en leño. Su cuerpo se impregnó de la textura de la mecedora, sus articulaciones imitaron los nudos de la madera, sus poros comenzaron a exhalar aroma a nogal y su piel adquirió el tono oscuro de los sillones frailunos. Sus parientes apenas notaron el cambio de tan gradual que fue. Si acaso advirtieron que llenaba el orinalito menos a menudo y que comía como un pajarito y luego ya ni eso. Un día, cuando ya había pasado tanto tiempo que la casa había cambiado dos veces de propietarios y los nietos que alguna vez se habían sentado encima de sus rodillas peinaban canas, alguien se preguntó qué hacía ese leño encima de la mecedora y como era un invierno frío lo echaron a la chimenea. El contacto con el fuego reanimó su conciencia, que llevaba varios años sin tener un pensamiento. Como todos los que mueren, vio un túnel oscuro y una luz al fondo, pero en su caso era el tiro de la chimena. Sus cenizas quedaron esparcidas en una pradera, sobre un área de quinientos metros cuadrados. Preocupado por ese cambio de estatus, se preguntó cómo haría planes u organizaría cosas ahora que estaba disperso en una exensión en la que cabría un campo de fútbol y que iba a convertirse en cosas tan peregrinas como la leche que producirían las vacas que pastaban en la pradera, la bola de barro y heces que empujaba un escarabajo pelotero o una lombriz a la que algún gorrión comería. Fue una preocupación instantánea que desapareció tan pronto vino. Daba lo mismo ser hombre, que leche o lombriz. Lo importante es que seguía allí.


Fabricio Zamora

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